lunes, 16 de noviembre de 2009

Peluquería Internacional / Internacional Peluquería














Tengo que esperar, van dos delante mío. Serán cinco minutos como mucho, en la “Peluquería Internacional / Internacional Peluquería” cobran sólo cinco euros y sus aplicados asalariados paquistanís son breves pero eficientes. El precio del corte, anunciado impreso con letras que llegan casi a sangre de un folio enganchado en la puerta del establecimiento, atrae al público más variopinto. Bien pensado, quizá sea yo el único elemento grotesco.

Mientras esperaba, la última vez que vine, a finales de verano, un gitano negociaba el dibujo que el paqui debía hacerle con la máquina en las cejas. Su hermano se puso celoso y quiso lo mismo, pero aplicando el motivo a las patillas también. Cuando hubieron acabado, su primo, que esperaba a mi lado, se levantó de la silla y se quitó la camiseta. Mientras se frotaba el abundante vello que cubría su pecho sudoroso, le pidió que le pasara la máquina. El peluquero se plantó y, con muchas sonrisas y buenas palabras, consiguió que pagaran: el gitano metrosexual volvió feliz a su campamento de La Pau con sus vanidosos primos tras un fabuloso plan de sábado mañana.

Me alegro de que no le rasurara el pecho porque, aunque en términos generales soy poco escrupuloso para un burgués, la idea de que esa misma máquina se deslizara después por mi cuero cabelludo me daba cierta grima. Y habría sido una pena, porque esta peluquería es estupenda.

He tardado años en dar con un sitio en el que me sintiera tan a gusto. De niño me aguantaba o lloraba o me daba igual, y siendo adolescente me distraía con el roce de mi codo con la bella peluquera cuando se inclinaba para repasarme la coronilla desde el lado. Además, tenían un montón de productos que no conocía, y yo me había educado leyendo en el lavabo: antes de aprender a masturbarme, ya sabía de memoria todos los ingredientes que contenían los frascos de perfumes, jabones, champuses, suavizantes, desodorantes y cremas y cremitas varios que había en mi casa. Los consultaba en las horas que pasaba sentado en el trono, hasta que fui adolescente y conocí a mi peluquera: entonces empecé a mirar los frascos en la peluquería y estar pendiente de ella en mi lavabo.

Desde que me mudé a los 24 años odio todo lo relacionado con las peluquerías: la espera con revistas insoportables, las conversaciones vacías de rigor que me hacían sentir estúpido, la música, la clientela, los precios. Durante unos años me corté el pelo yo mismo; acabé siendo bastante pericioso y era capaz de lograr resultados más que decentes con unas tijeras de cocina y un par de horas de trabajo.

Con los años, sin embargo, cada vez me costaba más encontrar tiempo, y viviendo en pisos compartidos raramente podía monopolizar el baño durante tanto rato. Así que mi nueva estrategia fue esperar todo lo posible, cortar en peluquería a máquina (más rápido, más corto) y no volver hasta que la situación capilar fuera otra vez insostenible.

Ya me toca. Corto pero no demasiado, algo más por los lados y por detrás. Con tijeras. Afeitar serán dos euros más, me lo puedo permitir. Se sienta a mi lado un tipo que debe tener 25 años. Ha venido acompañado de un amigo, han llegado los dos en una moto que hace un ruido infernal y la han aparcado justo en la puerta. Su brazo se descubre bajo esa tela que ponen para que el pelo evite la ropa en su camino hacia el suelo. No soy el único que se fija. “¿Tu novia te araña?”, le pregunta mi peluquero con su castellano casi ininteligible, aludiendo a las más de 20 cicatrices que tiene. Son cortas, prácticamente paralelas, surcan transversalmente todo el antebrazo de muñeca a codo, de unos cinco centímetros de longitud cada una. No. Se las hicieron en el trullo. O se las hizo él, no queda claro. El paqui que le corta el pelo le dice que no podrían ser de su novia, que seguro que a él le gusta que le den por culo. Él dice que ni hablar, que su verga es tan fardona como su moto. Si le interesa, se la podría vender, vale 1.200eur., pero el paqui tenía en mente un trueque por unos cuantos cortes de pelo. Y en esta breve conversación, mi exceso de pelo y barba ya ha desaparecido. Rápido y eficiente.

Casualmente, acabo de empezar a leer La mesa Limón de Julian Barnes que me ha recomendado ella, y no me está gustando. Mi peluquería es mucho mejor que las suyas y, si no le gustan, que aprenda a cortarse el pelo él mismo. La semana que viene me mudo a otro barrio bastante lejos, y no sé si podré volver a la “Peluquería Internacional / Internacional Peluquería”. Les echaré a todos de menos, incluso a aquel indio que se desvirgó con mi pelo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Loss Leader



















Loss Leader es una de las canciones más tristes de Codeine. Hace un tiempo busqué su significado en Wikipedia. Es un término de márketing cuyo sinónimo en español sería producto cebo o gancho, aquel que se vende a un precio sin margen de beneficio, o que incluso es gratuito, con el fin de fidelizar al cliente y engancharlo para que compre otros productos que sí dan ganancias. Un ejemplo clásico sería el de Gillette, que regala maquinillas de afeitar sabiendo que el cliente tendrá que comprar las cuchillas, cuya venta es muy lucrativa.

No ha sido hasta hoy que he comprendido el término: la primera vez que busqué su definición lo hice a toda prisa y asimilé el concepto con un significado muy diferente. Según entendí, se trataría de un producto predestinado a no ser vendido, que serviría de gancho para la venta de otros. Una botella de vino, con una etiqueta realmente fea que lo hace parecer barato se vende junto a otra de bonito diseño: producto y precio pueden ser idénticos, pero con toda probabilidad se venderá mucho más el segundo y el cliente se irá con la satisfacción de haber elegido, a su entender, bien.

En algún sitio habría un enorme almacén de Loss Leaders, vino que no vale para vinagre, olivas putrefactas, el lugar donde reposa lo feo en contraste con la belleza de la terminología que se le aplica. Hay coches verde flúor, gafas asimétricas, cuadros descompensados, libros inconclusos, predestinados a su no consumo, consumiéndose en sí mismos.

El márketing carece de poesía y se dedica a regalar maquinillas de afeitar y a vender videoconsolas baratas. El mundo real es más crudo: una chica muy fea y una que lo es menos salen de fiesta juntas; cuando la gente normal se encuentra en un punto muy por debajo del listón valora más allá de la estética.

En la universidad cursé seis meses de una asignatura llamada así, “Estética”. De hecho, juraría que había varios cursos: “Estética I”, “Estética II”, quizá incluso “Estética III”. Un título tan ambiguo era la excusa de un grupo de escritores y filósofos de edad avanzada para pasar una hora semanal pronunciando elucubraciones que encandilaban a la audiencia femenina, y varias horas en el bar de la facultad junto a jovenzuelas con físico de modelos, que venían de a saber dónde para encontrarse con ellos. En esos ratos de bar, las guapas oficiales de la escuela desaparecían repentinamente de nuestro ángulo de visión.

Ni estos profesores, ni ningún otro, nos hablaron jamás del feísmo seguramente porque, a pesar de su elevada condición intelectual, eran unos conformistas y solamente les atraía el “bellismo”. Aunque oficialmente sea una tendencia arquitectónica vinculada a la construcción en Galicia de los años ’60 –eso es algo de lo que me acabo de enterar, véase wikipedia en una muy interesante entrada-, mis amigos y yo le dábamos una más amplia acepción. Para nosotros se trataba de un reto estético, el de ver la belleza en aquello que es muy feo. Tan en el límite de lo aceptable -sin llegar a lo desagradable o gore-, que el objeto o ser que recibe tal atributo se convierte en algo excepcional, llegando a invertir su condición estética.

Desde luego veíamos construcciones feístas más allá de las gallegas de los ‘60 (que no sé si lo son o no). Benidorm estaría en el límite de lo feísta, pudiendo ser simplemente feo; la arquitectura de Bofill o la Sagrada Familia son también solamente, vulgarmente feas. Pero imaginar una ciudad en la que se acumularan cientos de edificios diseñados por Bofill con alguno de Mario Botta rodeando la Sagrada Familia, con zonas suburbiales estilo americano más allá y La Défense en el horizonte, eso superaría a Benidorm, sería sin duda un complejo feísta. El feísmo es maximalista y complejo y difícilmente un arquitecto sólo idearía una construcción de tan elevada condición. Starship Troopers podría ser esta ciudad convertida intencionadamente en película, es una obra maestra.

Durante unos meses, quizá años, el feísmo se apoderó de mi y lo buscaba en elementos más prácticos y cotidianos, de los que pudiera disfrutar en el día a día, como ceniceros, bicicletas o mujeres. Esa era una de las diferencias entre mis amigos y yo. Ellos teorizaban, yo anhelaba la práctica. Eran actos poco críticos e irreflexivos que no me ponían en una posición más elevada que la suya, sino más estúpida. Quizá otro día hable del “estupidismo” como aquello que, de tan estúpido, roza la lucidez. Ellos tomaban las discusiones como divertimentos intelectuales gamberros mientras mantenían la cabeza sobre los hombros. Más o menos. Yo les escuchaba teorizar y participaba, pero luego tomaba las teorías, cualesquiera que fueran, por verdades absolutas, y se convertían durante un tiempo en herramientas de mi existencia.

De ella recuerdo sobre todo su espalda. Se sentaba siempre en primera o segunda fila, curvando la espalda hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos, como cultivando una chepa. Ella y sus amigas formaban un complejo feísta, aunque ella lo era en sí misma, más que ninguna otra. En esa postura, su camiseta se deslizaba hacia arriba y sus pantalones hacia abajo, descubriendo parte de su espalda y unas bragas blancas que podrían ser también los calzoncillos de un jugador de rugby, con una banda gris que rezaba “Calvin Klein”. Sus carnes se derramaban ligeramente por los costados de sus caderas, sobre los tejanos, y su culo formaba una línea recta horizontal que abarcaba todo el ancho de la silla. La observé así sentada durante días, prendándome de su espalda, de sus bragas y de su culo horizontal. Con el tiempo, fui aprovechando ocasiones fugaces para estudiar su rostro. Su enorme nariz marcaba el conjunto, haciendo sombra a ojos y boca, también grandes, y a algún que otro grano. De pie, en una ocasión excepcional en la que superó su timidez y habló frente a la clase por imposición de la profesora, oí por primera vez su voz rota y su acento mallorquín que entonces resumí en “de provincias”, fluyendo en susurros desde un cuerpo con forma de rectángulo áureo perfecto. Estaba enamorado.

En otra asignatura tuvimos que hacer un trabajo en grupos de cinco y me valí de una amiga, amiga de una amiga suya, para sumarme a ellas. No recuerdo como, solo que fue sin demasiado esfuerzo, la seduje. Nuestra relación fue también feísta. De nuestras dos o tres citas solamente recuerdo la última. Me invitó a su fiesta de cumpleaños, la típica fiesta guarra de universitarios con la bañera llena de cervezas remojadas en hielo. No estuvimos demasiado pendientes el uno del otro en toda la noche, porque éramos tímidos, porque nos avergonzaba nuestra extraña relación o porque era demasiado incipiente como para mostrarla públicamente. Cerca del final, bastante borrachos, me enseñó su habitación, nos tumbamos sobre la cama y nos enrollamos entre las chaquetas de los pocos invitados que quedaban. Fue un rollo de superficie, de los de besar con lengua, palpar pechos por encima de la camiseta y, por unos segundos, palpar bragas Calvin Klein por debajo de los tejanos. Cinco minutos después salimos de la habitación, media hora después me fui a casa y días después nos cruzábamos por los pasillos de la escuela sin apenas mirarnos. Una relación feísta solamente puede acabar de esta forma: inconclusa.

Mi primera relación real, años antes, había sido ya feísta, aunque por entonces no fuera consciente de ello. Tras un paseo frente al mar, nos dimos nuestro primer beso, que también era mi primer beso, y le dije: “no me ha gustado, creía que sería otra cosa”. Nos despedimos y, aunque al día siguiente dejó en mi pupitre el CD de The Cure “Kiss Me”, nunca más nos volvimos a hablar en el colegio. Meses más tarde, en verano, me telefoneó, me preguntó qué me parecería si dejábamos lo nuestro, le dije “vale” y colgamos. Con el tiempo me fueron llegando noticias inconexas de ella, que salía con un artista homeless, que se había quedado embarazada de un violinista que vivía en Francia, que estaba loca. Una noche nos encontramos en un club, borrachos. En una conversación bastante lúcida, me recordó nuestro primer beso y tuve por fin la ocasión para disculparme, tras años de remordimientos, sintiéndome parcialmente culpable de su locura. Creo que quiso que nos enrolláramos, pero a mi no me apetecía nada. Aunque Barcleona es pequeña, no nos hemos vuelto a encontrar, pero ahora es mi amiga en Facebook y ayer vi las fotos de su boda con un violinista o escenógrafo o corista o artista, y las fotos de su hijo.

De la mallorquina nunca se volvió a saber nada aunque estemos unidos por un nexo, la amiga de una amiga, a la que vi hace no tanto. No la he podido buscar en Facebook porque no recuerdo su apellido y, aunque lo recordara, no creo que le enviara una proposición de amistad. A diferencia de otras relaciones más duraderas, si un día la viera, seguro que la reconocería tanto de frente como de espaldas, porque hace años pasé semanas observándola y aún aprecio su belleza tan poco vulgar. No sé si me disculparía porque no sabría bien por qué, yo disfruté de esa relación e imagino que ella, de alguna forma, también. Después estuve con otras chicas menos feas, o más guapas, de la universidad, incluso con alguna de las guapas oficiales, pero de ninguna de ellas me enamoré tan progresiva y profundamente como de la mallorquina. Pero cuando algo no se acaba del todo, o lo hace de forma extraña, parece que se le busque una conclusión aunque sea dilatada en el tiempo. Y hay gente muy sensible, y a veces no tengo ni idea de como mis actos afectan a los demás.

Por si acaso, ahora, cuando voy al súper, compro casi siempre el vino con la etiqueta fea excepto cuando voy a fiestas, cuelgo en mis paredes cuadros que no son los más bonitos y, el día que me compre un coche, será verde flúor. Pero salgo con una chica guapa e inteligente porque prefiero pensar que soy buena persona y no quiero hacer daño a nadie.

domingo, 30 de agosto de 2009

Se busca










A veces desaparecen cosas extrañas, como el día en que, dónde siempre había habido una ventana, solamente quedó un hueco. Su ausencia alumbró universos desconocidos: escupitajos matutinos del vecino de arriba, achaques violentos del ruso de enfrente a su mujer, la mierda yendo tubo abajo. En general, cuando algo a lo que estábamos acostumbrados deja de estar allí, parece que lo que queda sea peor.

Es más raro aún cuando desaparece algo y no sabes qué es. Como cuando llegas a casa y echas eso en falta, eso que necesitas de verdad, piensas quién lo puede haber cogido, es algo muy importante y su falta te trae desasosiego, lo buscas pero no lo encuentras porque no sabes qué forma tiene, si es grande o pequeño, ni para qué sirve.

Cuando era más joven, perdí tiempo y dinero dejando que un charlatán pusiera un cojín frente a mí diciendo que era mi madre y que debía hablar con él. A pesar de haber sido cuarto protagonista con el rol de Oso Polar y la frase estelar “que vaya la paloma al sur, a buscar información” en la representación de sexto, no soy dado al teatro. Él un hippy y yo un burgués, no habría forma de que nos entendiéramos. Otro, ataviado con pajarita y probablemente uno de los tipos más locos que haya conocido, se dedicó a recetarme tranquimacines al final de cada una de las interminables sesiones, en las que yo apenas articulaba palabra mientras él vomitaba reflexiones sobre la vida, la literatura y los toros. Cuando decidí no gastar más dinero y hacer un último intento con un psiquiatra del seguro, llegó el clímax de mi admiración por la profesión: una hora de espera, cinco minutos de terapia, incluídos un minuto de presentaciones y un minuto para redactar una receta, tranquimacines para dormir a un elefante y a casa. Aún conservo en un cajón secreto en casa de mis padres un arsenal acumulado con el tiempo que bastaría para traer la paz a Oriente Medio.

En el paso de la adolescencia a la juventud perdí algo, creo. O lo había perdido antes y todavía no me había dado cuenta. Seguí esperando que un día alguien me ofreciera no un tranquimacín, sino una de esas pastillas rojas de Matrix para que se hinchara en mi estómago y me llenara por dentro. Ahora no sé si lo tengo o no; seguramente, como ella dice, lo tenemos todo.

Mi entonces mejor amigo sí lo tenía todo. Se entrevistó con el señor de la pajarita una vez por semana durante más de dos años. De él le gustaba su capacidad dialéctica. A veces dudo si le visitaba porque le suponía un reto intelectual más que esperando encontrar una cura, o quizá necesitaba que le faltara algo para poder buscarlo el resto de su vida. Le gustaban los retos, también ser el centro de atención y que los demás valoraran su inteligencia tanto como él mismo. Le debieron sanar porque a los 26 se casó y a los 29 tuvo su primer hijo, sus padres fueron muy felices y no es muy dado al Facebook. Seis meses después del nacimiento no se sintió cómodo acaparando todas las miradas en un funeral en el que me sorprendí llorando en su hombro.

sábado, 29 de agosto de 2009

El inquilino







David Shrigley


He aparcado la bici en un lugar diferente al habitual. Ayer comí pizza congelada y para cenar recogí un durum de pollo de aquel sitio donde no hay cien pollos empalados girando frente a unos fuegos: para cada cliente, que son pocos, sacan porciones individuales de aves despiezadas de una nevera del almacén; añaden queso, champiñones y otros ingredientes poco habituales que se funden con el sabor a monedas y el sudor de las manos del cocinero. Para comer me he preparado un empedrat cortando un tomate, un pimiento medio rojo medio verde semipodrido y una cebolla diminuta, añadiendo un bote de garbanzos pequeño y aderézandolo todo con aceite sabor intenso y sal marina.

He pensado que tengo que cenar algo saludable. El problema es que, cuando estoy solo, me cuesta cocinar, no puedo hacer nada que tarde más de 10 minutos y ensucie más de un cacharro -dos si contamos un colador. A menudo, mi dieta va poco más allá de la pizza, el durum y, en verano, el empedrat. Porque, si me pongo a cocinar de verdad, sobrevaloro mi hambre y hago comida para alimentar a un regimiento, no tengo mesura. Aunque mi recetario personal no sea demasiado amplio, se me da bien, pero solo cocino si estoy en pareja, no sé congelar cosas o comer restos de tupperwares. Vivir en pareja me resulta saludable, pero hoy estoy solo.

He aparcado al otro lado de la avenida, cerca del OpenCor, anhelando un amplio surtido de productos adquiribles a deshora. De camino entre la estación de bicing y el supermercado paso por un pasaje entre dos enormes bloques. En el punto más estrecho, unos chicos charlan en un banco entre dos pistas de petanca. Un poco más adelante la acera, aún estrecha, entra en penumbras. Allí lo he visto. Es negro, gigantesco para un insecto, incluso para una cucaracha grande, demasiado esvelto para un ratón. Se mueve muy rápidamente en zigs zags irregulares, yendo y volviendo abarcando todo el ancho de la acera que debo atravesar, entre la fachada y el terraplén. Me detengo un segundo, pero enseguida concluyo que pertenezco a la raza que domina el mundo y la galaxia y que no tengo por qué temer a un ser de tan insignificantes dimensiones. Además, están ellos, los chulos del barrio, ¿qué iban a pensar de un niño bien como yo si me desviara para esquivar a un bicho? Me acerco sin apenas asimilar estas reflexiones y eso sigue su frenético devaneo. Llego al su terreno, un paso, sigue allí, alrededor de mi pie, otro paso, desaparece. Salto poseído, ahogo un grito: no lo he visto irse, simplemente ha desaparecido. Seguro que ha trepado por mi pierna, pero no he sentido nada. Palpo mi camiseta, mis pantalones, golpeo el suelo fuertemente a cada nuevo paso hacia el OpenCor, que será mi refugio de la risa de los chicos del barrio que sospecho a mi espalda. Creo que ha entrado dentro de mi.

Llego a una casa extraña pero familiar y me como los raviolone y bebo cerveza frente a la tele. Estoy inquieto y ni esta rudimentaria película de acción me hace dejar de pensar que me había prometido que no volvería a esta casa hasta que fuera acompañado de su inquilina. Soy un habitante nómada en sombras, más ahora que una sombra se ha infiltrado en mi cuerpo. Estoy en una casa que no es la mía y no solo he vuelto sino que he traído a un invitado.

viernes, 28 de agosto de 2009

Chocolateterapia familiar

The future of society is in the hands of mothers









"The future of society is in the hands of mothers"


Una marca de agua mineral de un manantial del Montseny sortea una noche de hotel en Andorra y una visita a Caldea, peeling de vinoterapia o chocolateterapia incluido. El interior de la etiqueta reza:

“Oferta válida de lunes a domingo, del 15 de mayo al 31 de julio de 2009 y del 13 de septiembre al 30 de noviembre de 2009, excepto del 2 al 12 de junio de 2009, del 10 al 12 de octubre de 2009 y del 16 al 20 de noviembre de 2009.”

Añade:

“NO OLVIDES CONSERVAR TU TICKET DE COMPRA, si ganas lo necesitarás.”

Lo leo desconcertado, desorientado. Guardo la etiqueta para releerla luego de camino a casa, pero con la firme intención de no participar porque (1) Andorra es el país más aburrido del mundo, (2) no tengo coche y odio viajar en autobús más de una hora y (3) dudo si valdría el ticket del restaurant en el que estoy cenando, y odiaría la decepción de ser descalificado en caso de que me tocara.

Unas horas antes había leído mi titular del día del periódico: “Un vigilante evita que una mujer se suicide y la salva de su agresor”. Me pregunto si es 28 de diciembre cada día.

Me digo que, leyendo el periódico todos los días como he venido haciendo últimamente, y con estas otras pequeñas cosas cotidianas, puedo suplir mi vacío existencial. He encontrado mi leit motiv. Por lo menos, hasta que tenga un hijo, si es que eso sucede: todas mis parejas hasta la fecha han dudado de mi capacidad y madurez para ser padre. Por suerte mi novia que no es mi novia por ahora solo lo ha insinuado pero sin afirmarlo taxativamente: ella es ésa que siempre tiene la razón en todo, que la tiene de verdad, y por eso la quiero y la odio.

Estoy cenando con mi sobrino de tres años a quién acabo de conocer. Están su padre y hermano mío, mi hermana y mi madre; mi padre se ha retirado hace un rato. Al mediodía, he llegado tarde al restaurant donde estaban comiendo, a la hora de los postres. La familia, que por entonces incluía otros tíos, primos y niños y ocupaba medio comedor, ha tenido que esperar mientras yo devoraba un bistec con patatas y un delicioso soufflé de chocolate cubierto de chocolate y relleno de chocolate. Hemos ido a las fiestas del barrio: chocolatada, marionetas y payasos. Mi madre ha sacado un montón de bonitas instantáneas de mi interacción con el niño: haciéndole volar, poniéndole caras, dejando que me robe la barba para ponérsela, sujetándolo por los pies con una mano como a un pollo mientras su padre me mira preocupado, riéndole las gracias, malcriándolo.

La marioneta que le he regalado, una original obra de artesanía con el pelo en llamas, pico en lugar de boca, ojos saltones, grandes pies y un traje  rojo y violeta con guirnaldas, le ha dado miedo y ha habido consenso familiar de que es poco adecuada. Lo mismo con el libro para aprender inglés de 1954  que encontré en un mercadillo a 8.000km. de aquí. Se ve que, a esa edad, los niños todavía no hablan inglés ni mucho menos lo leen, ni tampoco saben apreciar el encanto de lo viejo, antiguo en sentido estricto ya que el libro tiene más de 50 años. Como he tardado tanto en conocerle, le he traído no uno ni dos, sino tres regalos. La funda de cojín con un elefante bordado en patchwork me ha salvado del escarnio familiar.

Vive en Munich y pasa solamente algunos fines de semana con mi hermano, se separaron durante el embarazo. Ella se volvió loca y creía que mis padres querían raptar a su nieto, por eso hasta ahora no le había dejado salir del país. En este tiempo he viajado a otras partes de Alemania en varias ocasiones pero nunca lo bastante cerca de Munich. Mis padres me han invitado a acompañarles dos semanas santas consecutivas, pero siempre tenía otros quehaceres que ahora no recuerdo. Me sabe mal no haberle conocido antes, porque ha sido una tarde divertida.